Un año después de la escalada sin precedentes, un trabajador humanitario de Islamic Relief* en Gaza mira atrás con incredulidad y desesperación por todo lo que él y su familia han soportado y se pregunta qué tipo de futuro le queda a la gente de Gaza.
El primer día que nos conocimos, queridos lectores, fue hace un año. En aquel entonces, yo intentaba abrir una ventana para que vieran lo que estaba sucediendo en Gaza. Durante el último año, me acostumbré a hablar con vosotros, me reconfortaba escribir sobre mis altibajos, mis esperanzas y temores, mis sueños y pesadillas. Nunca pensé que seguiría escribiendo estos diarios de guerra un año después. Realmente esperaba que este fuera un hito que nunca alcanzaríamos. Todavía no puedo comprender la idea de que ha pasado un año entero y la situación sigue siendo la misma. Esperaba que mis palabras pudieran generar algún cambio, pero, a medida que pasaba el tiempo, me resigné a la idea de que solo estaba contando mi historia.
Al menos todavía puedo contar mi historia.
No soy un héroe, soy como vosotros, mis lectores. Un tipo normal, un padre que desea brindar lo mejor a su familia, un soñador que desea un mundo mejor. Un hombre que clama por la paz. Soy simplemente yo.
Este año ha sido el peor de mi vida, sin duda. Siempre pensé que un solo año en la vida no es gran cosa, pero este nos ha agotado a mí y a mi familia más de lo que os podéis imaginar. Lo peor es que hemos pasado este año manteniendo viva la esperanza de que la crisis terminaría. Hemos estado siguiendo como locos cualquier noticia de un alto el fuego, esperando que se produzca. Pero tras un año, sigo sin ver ningún alto el fuego a la vista. Siento que ha sido parte de una guerra psicológica para seguir alimentándonos con falsas esperanzas.
En julio, le prometí a mi esposa que el año que viene no celebraríamos su cumpleaños de esta manera. Queríamos irnos de Gaza para darles a nuestros hijos una mejor oportunidad de vida. Pero no pudimos. Seguí diciéndome a mí mismo que la próxima gran ocasión familiar se celebraría en nuestra propia casa. Pero nuestra casa se ha ido, y nuestros recuerdos se han ido con ella.
Esta guerra nos ha afectado profundamente. Cada respiración duele. Cada mañana me despierto y me doy cuenta de que todavía no duermo en mi propia cama. Cada momento que sé que no puedo ir a buscarles los juguetes a mis hijos me duele. Ha sido un año de tortura, de hambruna, de pérdida, de aniquilación. Un año como ningún otro.